Aeropuerto de Barajas, Navidad del 09.
La policía rodea a un grupo de personas que cantan y cantan, son damnificados de Air Comet, piden volver a su casa, a Bogotá, a Buenos Aires… ya no quedan muchos, al menos visibles. El resto de los viajeros los mira con un mezcla de pena, simpatía y alivio. La pena que dan los nuevos pobres, que emergen por sorpresa en lugares tan insospechados y tan de la modernidad como los encerados suelos de Barajas. Simpatía porque uno tiene la sospecha de que podría pasarle también, alivio porque no pasó.
Bueno, a mi sí. Nuestro vuelo a las Navidades con la familia del otro lado del mar quedó cancelado, sin aviso y sin respeto. Intentamos buscar vuelos alternativos a precios razonables, lo que resultó ser una contradición in terminis. Nos negamos a viajar por un precio exorbitante via Nueva York, menos mal, nos hubiera pillado el loco nigeriano con su cinturón bomba y el millón de locos más que allí te controlan. ¿Te imaginas explicarle a uno de inmigración norteamericano el porqué de los dos kilos de galletas chiquiín que llevabamos para la sobrina o lo que es el jamón serrano?.
Vivimos el capítulo de la reclamación en las oficinas de Aena, haciendo cola, lloviendo, empapados, nos dejaban pasar en controlados grupos de a veinte.
Finalmente, suspendidas las Navidades, viajamos hacia otro lugar, más accesible, al que nunca pensamos ir. Coincidimos en el aeropuerto con el dispositivo policial para vigilar a las víctimas. Me pregunto cómo habrá pasado el Sr. Ferrán, propietario del desastre, sus vacaciones, si le habrá tocado hacer colas, empaparse, comerse el sólo las galletas, me pregunto si su casa estará rodeada de policías, o si esta sólo se envía para vigilar a las víctimas.