El techo de cristal

Es conocido que las posibilidades e itinerarios de las personas en el mundo laboral varían notablemente si son hombres o mujeres. Se suele hablar de un impreciso “techo de cristal” que supone un límite a las carreras profesionales de las mujeres, que las impide avanzar, ya sea por imposibilidad objetiva o por que los costes para su vida personal y familiar son sencillamente intolerables.

Aunque el nivel de universitarias supera al de universitarios, su tasa de ocupación es 10 puntos inferior, los puestos directivos son ocupados en más de un 90% por varones, las cifras de paro femenino superan, casi doblan, a las de paro masculino, todo ello según datos del CIS.

Sin embargo, cuando se trabaja con población femenina en exclusión, como es el caso del Proyecto Esperanza, con mujeres víctimas de la trata, no hace falta mirar “tan arriba”, no hace falta “mirar al techo” para ver las barreras.

Los mecanismos de exclusión que operan en el mundo laboral para con las mujeres, son proporcionalmente más opresivos a medida que uno desciende por la escala de la ciudadanía, hasta llegar a los niveles donde no se reconocen derechos básicos a las personas, tampoco laborales.

Quizá para entender la situación de estas mujeres haya que despojar al lenguaje de muchas de las trampas que la enmascaran. Es más que dudoso que mujeres que han pasado por la experiencia de la trata, inmigrantes hispano-hablantes o no, con equipajes educativos y formativos sencillos, sean capaces de emprender un “itinerario” laboral hacia ninguna parte, en el sentido en que lo entendería una mujer española, joven, que no hubiera sufrido esta experiencia.

La movilidad, en los nichos laborales en los que se ubican, servicio doméstico, hostelería, básicamente, es algo más bien horizontal, que tiene simplemente que ver con búsqueda de jornadas que no sean de más de 10 horas y salarios mínimamente dignos, en definitiva una movilidad que tiene más que ver con sobrevivir que con progresar.

Las posibilidades de formarse para cambiar hacia otros puestos se esfuman si requieren una inversión de tiempo y recursos que el propio nicho laboral las niega, pensemos en mujeres en servicio doméstico internas o en hostelería con cambios de turno. La doble jornada que luego muchas asumen en sus propios hogares, con hijos a cargo, las impide seguir enriqueciendo sus posibilidades, desarrollar otras redes de contactos, acercarse a otros sectores.

Es cierto que un porcentaje de mujeres con las que trabajamos en el proyecto consigue cruzar estas fronteras laborales, alcanzar un nivel salarial superior al conocido “mileurista”, acceder a puestos que las desarrollan como profesionales y como personas. En la investigación de impacto (2000/2005) que realizó el proyecto, un 18% de las mujeres participantes en el proyecto, conseguían romper la barrera de los 1.000 euros, lo “normal” sin embargo, ubicaba a un 57% de mujeres por debajo de los 850 euros, que son la media de ingreso de la población inmigrante regularizada.

Estos datos hacen pensar que quizá el mercado laboral realmente no permita “inserción”. Cada vez es más etérea esa metáfora tan en uso en los entornos de trabajo social donde se supone que las “usuarias” de los servicios sociales deben recorrer procesos de “inserción laboral”, como si las mujeres fueran pacientes de una extraña enfermedad que las ha dado de “baja” del sistema productivo y, con esfuerzo y moralina, volverán al redil.

En realidad, las mujeres víctimas de la trata nunca han dejado el sistema productivo, de hecho, han sido parte de una de las actividades económicas más productivas ahora y siempre: la esclavitud.

El encargo asignado a los recursos y dispositivos sociales no parece que consista en alterar la maquinaria productiva que aniquila personas y generar riqueza, sino en re-asignar recursos humanos, a nichos laborales quizá menos escandalosos, para que sigan generando riqueza, esta vez no para las elites corruptas sino para las clases medias, simplemente indiferentes. Las mujeres ganan mucho con el cambio, no hay duda, pero quedan muy lejos de patrones de acceso a derechos con los que cualquiera de nosotros no tendría problema en intercambiarse.

Quizá no sea cierto que las mujeres estén “excluidas”, quizá sea más correcto el descubrir que están asignadas a los nichos que el mercado les provee, entre la explotación y la trata, en un lado de la balanza y la injusticia y la pobreza, en el oro lado.En esa frontera se mueven, de uno u otro borde de una brumosa línea que llamamos “legalidad” pero que nadie se atrevería a llamar “justicia”. La permeabilidad de este borde es bi-direccional: algunas consiguen romper con la explotación más cruel y otras que pensaron que “nunca me podrá ocurrir a mi”, se ven en situaciones increíbles de indignidad.

En esta frontera habita el proyecto, que si es de cristal, será por la invisibilidad que interesa mantener, intentando “re-ubicar” a las víctimas del sistema económico basado en el “salvese quien pueda”, intentando ponerle al menos un nombre más verdadero a las cosas: inserción/ asimilación, legalidad/justicia, movilidad/inmovilidad … no sea que acabemos confundiendo para quién trabajamos, nosotros, también.